Con el ocaso, la actividad en las eras no cesó, simplemente se
transformó. Los más tardíos aún estaban llevando al río las mulas para beber,
pero la mayoría ya había dado un merecido descanso a sus animales y muchos se
preparaban para pasar la noche al raso en aquella Carrizosa inocente y segura.
Manolo le dijo a Arturo que, si quería, podía pasar la noche con
ellos.
— ¿Puede venir Canelo? —preguntó
al momento—. Yo sin él no voy a ningún sitio.
Manolo asintió y al muchacho se le iluminó la mirada. Al punto,
los dos chicos y el perro echaron a correr hacia el sitio en el que Antonio ya
preparaba una cama gitana.
— ¿Tenéis agua? —preguntó Arturo— estoy seco y mi amo se ha
llevado el botijo.
—Sí, ahí, debajo de esos haces tenemos nosotros uno —contestó
Manolo—. Coge un búcaro y ponte la que quieras. Arturo se acercó, cogió un bote
de tomate reconvertido en búcaro y se sirvió agua hasta saciarse.
Mientras tanto Antonio, que con sus doce años era el mayor de los
tres, se encargó de juntar un buen montón de paja, sobre la que puso la manta
que el tío Eladio les había prestado.
—Manolo, tendríamos que conseguir otra manta para arroparnos,
estamos a mediados de agosto y de madrugada ya hace frío —dijo el muchacho,
experto en esas lides.
—Voy a subir a mi casa a coger una y bajo enseguida —contestó
Antonio.
Pero no fue necesario, pues instantes después apareció la madre de
Manolo con una cesta.
— ¿Qué? ¿Cómo se ha dado el día? —preguntó la buena mujer,
descansando de la pesada carga que transportaba—. Aquí os he traído un poco de
chocolate y una jarra de leche. Hola Arturo, ¿cómo está tu madre?
—Ahí va la mujer, tirando —acertó a decir el tímido chiquillo, con
la mirada clavada en el suelo.
—Dile que se mejore. Bueno hijo, que ya me voy —dijo la señora, dándole un sonoro beso al muchacho en la cara.
—Madre, tengo que subir a casa a por una manta —dijo Manolo, algo
incómodo con la presencia de su madre entre los amigos.
—Te la he traído yo, que es que sales de la casa que parece que te
va a faltar era para trillar —le amonestó la señora, sacando una gruesa manta
de lana de la cesta—. Yo me marcho, que tu padre estará al llegar de la
huerta. Portaos bien, ¿eh? ¡Y no os tiznéis la cara!
Y dicho esto, la mujer dio media vuelta y con paso ligero se
fue por donde había venido.
— ¿Cenamos ya? —propuso Antonio, siempre dispuesto a mover el
bigote—. Venga, vamos a juntar los hatos y a ver cómo se da.
Arturo fue hasta el río y trajo un cubo de agua fresca con la que
los muchachos se refrescaron, sintiéndose mucho mejor. Después, sentados en
círculo, comenzaron a dar cuenta de un frugal refrigerio compuesto a base de huevos
duros, unas tajadas de tocino, queso curado y tres espléndidos tomates. Arturo
le daba, de su ración, algunos pedazos de comida a Canelo, que, pacientemente,
esperaba su turno con la cabeza apoyada sobre las rodillas de su amo. Al terminar, Manolo y Arturo se bebieron con fruición la jarra de leche que había traído la madre del primero. Antonio no quiso ni olerla, tal era el asco que le producía.
— ¿Contamos cosas de miedo? —preguntó Manolo, gran amante de esa
clase de relatos.
—No, déjate de cuentos —repuso Antonio, al instante—. Vamos a
hablar de cosas más divertidas. Arturo, ¿tú has estado ya con alguna muchacha?
Al momento el chico se puso rojo como la grana. Negó con la cabeza
y a punto estuvo de atragantarse con un pedazo de tomate.
—Yo tampoco —reconoció Manolo—. ¿Y tú, Antonio?
—Hombre claro, yo tengo ya una edad —dijo Antonio, fingiendo una
falsa indignación.
— ¿Y qué tal? ¿Cómo besan las muchachas? ¿Cómo se llega a lo de
después? —inquirió Arturo, para sorpresa de sus dos nuevos amigos.
—Pues hombre, no sé, normal, con la boca, ¿no? —explicó el chico,
algo atropellado.
—Ya, eso sí, pero luego, ¿le echaste mano a las tetas? —insistió
Arturo, volviendo a dejar asombrados a los otros.
—Sí, sí, claro que sí —dijo Antonio, comenzando a ponerse nervioso—.
Lo que haga falta, digo yo, ¿no?
—O sea, que nada de nada. No te has comido una rosca en tu vida —sentenció
Manolo, con una sonrisa triunfante iluminándole el rostro.
—Nunca —reconoció Antonio, entre divertido y avergonzado—. Pero
bueno, eso es porque yo me reservo para la Martina.
Y diciendo esto, se dejó caer como un fardo sobre la manta.
— Canelo, vigila —ordenó Arturo.
— ¡Guau! —ladró el animal, como si hubiese comprendido a la
perfección la indicación de su amo.
— ¿No te lo atas al pie? —preguntó Antonio—. Ya sabes, para que no
te tiznen.
La costumbre de tiznar en la cara a los trilladores que
pernoctaban al raso venía de antiguo. En mitad de la noche, los más juerguistas
manchaban sus manos con grasa en los ejes de los carros y se dedicaban a
decorar el rostro de los durmientes con toda clase de bigotes, perillas y
barbas.
—No hace falta, si se acerca alguien Canelo le ladrará —contestó el
chico—. Además, no creo que haya nadie en toda la provincia que tenga ganas de
ver a Canelo enfadado.
—Ya te digo yo que no —reconoció Manolo, mirando al perro con un
punto de admiración.
— ¿Queréis que juguemos al escondite? —preguntó Antonio—. Los del Pajarete
llevan un rato haciéndolo.
Pero ninguno parecía tener demasiadas ganas y prefirieron
descansar. Manolo y Antonio se quitaron las abarcas y los calcetines en un
periquete. Arturo, sin embargo, tardó algo más, dado que no gastaba calcetines
sino peales, una especie de calcetín hecho a base de liarse trozos de lona en
los pies y las pantorrillas. Los dos muchachos cruzaron una mirada de
conmiseración; sin lugar a dudas, las cosas no iban demasiado bien en el hogar
de su nuevo amigo.
Poco después, una luna llena, redonda como un queso manchego, se
alzaba orgullosa en el despejado firmamento. El cielo quedó cuajado de titilantes
estrellas, conformando un espectáculo único. El campo aparecía iluminado, como si
un invisible manto de luz plateada se hubiese derramado sobre el mundo. A ese
espectáculo de sobrecogedora belleza se sumaba el hecho de que apenas corría un
ápice de aire en todo el erial, con lo que la temperatura era extraordinaria. En
la lejanía, un coro de ladridos recorría el pueblo de punta a punta.
Manolo, Antonio y Arturo estaban tumbados sobre la manta, en
silencio, contemplando la miríada de estrellas que se cernía sobre sus
cabezas. Canelo, acostado a los pies de Arturo, levantaba una oreja cada vez
que algún perro ladraba en la distancia.
Otro grupo de muchachos echaba una mano de cartas alumbrándose con
la luz de un candil y más allá, casi a los pies ya de la ermita de San Antón,
otra cuadrilla de gente cantaba al son de la desgarrada voz de alguna
guitarra.
—Yo no me voy a ir nunca del pueblo —anunció Antonio, con la
mirada clavada en los astros—. En las ciudades no se puede disfrutar de esto.
—Yo tampoco —afirmó Manolo, que no podía imaginarse su vida en un
Madrid.
—Ni yo. Además, ¿quién cuidaría de mi pobre madre? —dijo Arturo,
con voz triste—. Cada día está más mala, la pobre. La otra semana me dijo don
Eusebio que necesitaba unos medicamentos especiales para eso que tiene ella en
el plumón o que si no se moriría.
—No seas burro, será en el pulmón —corrigió Antonio, entre
divertido y compungido—. ¿Por eso trabajas para el Bocapudría?
—Claro, como nadie quiere ir con él de amo, paga mejor —dijo el
muchacho—. Si se muere mi madre, detrás iré yo.
—No digas eso —musitó Manolo—. Eso es lo último, ¿no sabes que los
suicidas no van al Cielo?
—Y los entierran fuera del cementerio —acotó Antonio.
Todos quedaron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, pero con un denominador común: sus madres.
De pronto, Manolo se incorporó y se quedó mirando a Arturo. El
muchacho comprobó horrorizado que su nuevo amigo estaba llorando, quedo, en
silencio; con dignidad. Manolo tragó saliva.
—Escucha, Arturo —comenzó a decir Manolo—. Lo que me pague mi tío
este año por la trilla, te lo voy a dar a ti. A ver si entre los dos juntamos
para esas medicinas.
— ¡Cómo entre los dos! ¡Entre los tres! —exclamó Antonio,
sentándose igualmente sobre la manta—. Cuenta con lo mío también.
Finalmente, Arturo se irguió y se quedó mirando quietamente a los
dos chicos. Al cabo de unos instantes negó con la cabeza.
—Sois muy buenos los dos, pero no puedo aceptarlo —dijo el
chiquillo, con tristeza—. Nunca podría devolvéroslo y por tanto no debo
cogerlo.
— ¿Eres tonto? —contestó Antonio—. Lo vas a coger o te pego un
pescozón que te arranco la cabecilla esa chiquitusa
que tienes.
Arturo sonrió, mientras se limpiaba las lágrimas con la manga de
la camisa.
—Además, haremos un trato —sentenció Manolo—. Tú compartes a
Canelo con nosotros y ese será nuestro pago. ¿Qué te parece?
Manolo extendió la mano, como había visto hacer a su padre para
cerrar algún trato.
Inmediatamente Arturo se la estrechó con alegría y lo mismo
ocurrió con Antonio.
— ¿Ves? A veces las cosas se pueden arreglar —dijo éste último,
dándole un vigoroso golpe en el hombro a Arturo.
— Para celebrarlo, vamos a tomarnos la onza de chocolate que ha traído mi madre —dijo Manolo, repartiendo entre los otros dos.
— Para celebrarlo, vamos a tomarnos la onza de chocolate que ha traído mi madre —dijo Manolo, repartiendo entre los otros dos.
—Bueno, vamos a tratar de dormir, que ya no se oye a nadie en toda
la era —anunció Antonio—. Ha sido un día estupendo. Buenas noches, chicos. ¡Oye, qué rico está esto!
Todos dieron las buenas noches y volvieron a tumbarse sobre la
manta teniendo la precaución de cubrirse con la que había traído la madre de
Manolo. Poco después los tres rezaron sus oraciones en voz baja y cerraron los
ojos convencidos de que ni el mismo Franco dormiría aquella noche tan bien como
ellos.
Ciertamente, en toda la era no se escuchaba ya más que el ulular de
un búho en la cercana alameda y el arrullo del río al correr, salpicado por el
intermitente croar de las ranas del Vaho. Canelo permanecía alerta.
Serían cerca de las dos de la madrugada cuando el perro levantó
una de sus orejas y abrió los ojos. Algo había cruzado la era. ¿Sería un
ratoncillo de campo o tal vez alguna rata de agua, atraída por el generoso
grano que se extendía por el suelo? Alertado por un nuevo ruido, Canelo se
levantó y lanzó un gruñido de advertencia. Arturo se despertó al momento.
— ¿Qué ocurre, amigo? —susurró, procurando no despertar a sus compañeros—. ¿Has escuchado algo?
El chico trató de agudizar la vista pero, a pesar de que había buena
visibilidad, no fue capaz de ver nada que le llamase especialmente la atención.
De pronto Canelo ladró con fuerza. Fue un solo ladrido, seco y
rotundo. Sobresaltados, Manolo y Antonio se incorporaron, asustados.
— ¿Qué pasa? —dijo Antonio, mirando en todas direcciones.
—No lo sé, Canelo ha debido ver algo raro —aclaró Arturo.
Alguien juró en arameo desde uno de los grupos cercanos a los
chicos.
— ¿No habrá sido un gato o una rata? —dijo Manolo en voz baja,
mirando en dirección al pueblo, que permanecía impasible y silencioso.
—No, Canelo nunca ladraría por algo así —afirmó Arturo.
— ¡Mirad! —exclamó súbitamente Antonio, señalando hacia la ermita
de San Antón, que se levantaba en un cerrete cercano, a un kilómetro aproximado
al sur de donde estaban—. ¡Hay una luz en la ermita!
Efectivamente, alguien merodeaba por la ermita llevando una
linterna o una vela.
— ¿Quién andará allí a estas horas? —se preguntó Manolo, extrañado
por los acontecimientos.
—No lo sé —admitió Arturo—, pero desde luego no es nada normal—.
¿Echamos un vistazo?
—Buena idea —dijo Antonio—. ¡Vamos, calzaos deprisa y, por amor de
Dios, no hagáis ruido!
— ¿Qué hacemos con Canelo? Si lo llevamos echará abajo el cerro
con sus ladridos —anunció Manolo.
—No lo hará —contestó Arturo—. ¡Canelo, silencio! ¡En guardia!
El perro adoptó una posición de vigilancia, tanto fue así que los
chicos no pudieron evitar reírse. ¡Daba la impresión de que Canelo lo entendía
todo!
En un momento, los tres muchachos estuvieron listos.
— ¿Tenemos alguna luz? —preguntó Antonio, siempre precavido.
Los otros negaron con la cabeza.
—Bueno, no importa. Hay una luna espléndida —dijo el chico—. Solo
espero que ello no sirva para que nos descubra, sea quien sea.
Y así, los cuatro comenzaron a andar hacia aquella misteriosa luz
que se veía en el cerro.
Y nosotros que nos creíamos muy originales cuando con "diecitantos", en la Romería se nos ocurrió pintarnos bigotes, perillas, barbas y cejones con el tizne del culo de la paella... ¡si eso ya estaba inventado! :-)
ResponderEliminarÓscar, soy Ana Belén,una vez más consigues emocionarme, escribo este comentario con lágrimas en los ojos tras la lectura de este capítulo.¡Qué grandes son las madres, ¿verdad?!
ResponderEliminarGracias por esta mágnifica historia, me encanta la narrativa y la descripción tan real que haces de esos rincones tan bonitos de nuestro pueblo.