Con todo el sigilo del que fueron capaces, atravesaron la era
cuidando de no despertar al resto de trilladores que, apaciblemente, descansaba
a esas horas.
— ¿Quién será? —susurró Arturo, que llevaba firmemente agarrado
por el collar a Canelo.
—No lo sé, pero por lo menos son dos —contestó Manolo, que tenía
una vista extraordinaria —. ¿Veis al otro?
Así era, junto a la ermita de San Antón, se distinguían perfectamente
dos siluetas, una de las cuales sujetaba una linterna.
— ¿Y qué estarán buscando a estas horas? —preguntó Antonio—
¿Andarán intentado entrar para robarle al santo?
— ¡Acuéstate! —dijo Arturo—. ¡Pero qué le van a robar, infeliz! Si
tiene menos dineros que una liebre...
—Pues entonces, tú dirás —se defendió Antonio—. A lo mejor están
cumpliendo una promesa, no te jode…
Súbitamente, la luz se apagó. Los muchachos se detuvieron un
instante, temerosos de haber sido descubiertos.
— ¿Nos habrán visto? —dudó Manolo—. Vamos a escondernos detrás de
esa parva.
Rápidamente, los cuatro se ocultaron tras un enorme montón de
lentejas. Iban a asomarse para vigilar a los misteriosos visitantes de San
Antón, cuando Canelo gruñó de nuevo.
— ¿Qué le pasa al perro? —inquirió Antonio—. Como se líe a ladrar nos muelen a
palos los trilladores.
—No creo, por aquí están todos más dormidos que un risco —afirmó
Arturo.
No había terminado de pronunciar las últimas palabras, cuando
alguien les contestó.
—Todos no, Arturo —dijo una voz, al otro lado de la parva.
Canelo volvió a gruñir.
— ¡Calla, Canelo! —ordenó su amo, en voz baja pero firme.
Caminando agachado, cuidando de no hacer ruido, apareció Isidro, un muchacho de doce años de
pelo castaño y mirada resuelta.
— ¿Habéis visto la luz? —dijo el chico, con nerviosismo—. Antes de
que llegaseis vosotros se oían voces.
— ¡Hola, Isidro! —saludó Antonio—. ¿Te has despertado al oírlos?
—No, qué va. Llevaba un buen rato desvelado —dijo Isidro—. El cabrón del
Pajarete tiene la culpa.
— ¿Ronca mucho? —preguntó Manolo, con curiosidad.
—No, pero se ha estado pelando la badana tres cuartos de hora, el
fiera —replicó el muchacho—. A ese le está haciendo falta una novia más que el
comer.
Casi al mismo tiempo, todos se echaron mano a la boca para ahogar
la risa que les produjo el asunto del Pajarete.
—Amigo, en la potra manda el dueño —sentenció Antonio—. Decías que
se oía hablar a esos que han subido a San Antón.
—Sí, bueno, no se les entendía, pero se escuchaba un murmullo —dijo
el chico—. No sé quiénes puedan ser, de mi cuadrilla están todos durmiendo y
somos los que más cerca estamos de la ermita.
—Qué misterio, ¿subimos a investigar? —propuso Arturo, con el
brillo especial de la emoción en los ojos.
Todos estuvieron de acuerdo en que era buena idea. Y así, parapetándose
tras las parvas, los cinco llegaron hasta la base del cerrete en cuya cima se
asentaba la ermita de San Anton.
—Ahora tened cuidado, con esta luna se nos tiene que ver desde
Fuenllana —informó Antonio, que era el que iba a la cabeza. Oye Isidro, ¿y tu
prima Martina no baja a trillar?
—Creo que le toca mañana —explicó Isidro—, ¿y esa pregunta?
—Es que Antonio está que se espizca
por ella —contestó Manolo, al tiempo que esquivaba un pescozón de su amigo.
— ¿Tú qué dices, bacín? —se defendió Antonio, dando gracias al
cielo de que fuese de noche y así nadie
se percatase de que se había puesto más colorado que un tomate.
—No te enfades, hombre —dijo Isidro—. Si eso lo sabe todo el
pueblo. Venga, vamos a subir.
Unos minutos más tarde, los cuatro muchachos y el perro estaban ya
a escasos diez metros del pequeño y humilde templo.
— ¿Veis algo? —susurró Manolo, que no distinguía el menor signo de
vida por allí.
Todos negaron con la cabeza.
—Aquí no hay nadie —dijo Arturo en voz alta.
Los otros le miraron con los ojos como platos.
—Si hubiera alguien Canelo me habría avisado, y mirad, está tan
tranquilo —apuntó Arturo.
Así era, el perro no mostraba el menor síntoma de tensión. Es más,
incluso parecía estar aburrido por aquella súbita excursión nocturna.
—Creo que nos hemos equivocado —dijo Arturo—. Mirad, dentro de la
ermita se ven unas velas encendidas.
Todos se acercaron hasta la puerta de San Antón. En el interior,
la imagen tallada en madera policromada del santo refulgía iluminada por un
par de cirios.
—Pues puede ser —admitió Antonio—. A lo mejor lo que hemos visto
desde las eras ha sido el centelleo en el cristal de la puerta de esas velas
gordas. Claro, tanta historia de miedo...
— ¿Pero tú no habías escuchado voces? —interpeló Manolo a Isidro.
Isidro afirmó, convencido.
— ¿Y entonces? —volvió a preguntar Manolo.
—Y yo qué sé, a ver si voy a tener yo la culpa de lo que veis
vosotros —se defendió Isidro, algo molesto—. Además, yo no creo que
hayan sido reflejos; era un candil y se acabó.
Los cuatro muchachos se quedaron contemplando la ermita. A esas
horas de la madrugada resultaba misteriosa y sobrecogedora.
—No eran reflejos, era alguien con un quinqué o algo parecido—afirmó Antonio,
agachándose junto a una de las esquinas del templo.
El chico tocó algo que había en el suelo y, llevándose los dedos a
la nariz, asintió.
—Es aceite y es reciente. Quien quiera que sea ha estado merodeando por aquí
con una lámpara de aceite hace un rato.
Manolo, Arturo e Isidro también tocaron la oleaginosa sustancia
que había en el suelo. Así era, una pringosa mancha delataba el uso de
un candil.
— ¡Antonio, eres más grande que el día del Señor! —exclamó Manolo,
admirativamente.
— ¿Y qué puede venir a hacer aquí alguien a estas horas? —cuestionó
Isidro, satisfecho de comprobar que no se había equivocado.
—A lo mejor era una pareja que ha venido a, ya sabéis —conjeturó
Arturo.
—Claro hombre, y se han traído una luz para que unos críos licenciaos
como nosotros los viéramos —observó Antonio, con sorna.
—Pues a lo mejor sí, para buscar las bragas después del revolcón —defendió
Arturo.
—Muchacho, estás más caliente que el Pajarete —dijo Isidro con una
mueca—. No era una pareja, en plena trilla nadie es tan tonto de venir aquí a
darse el lote sabiendo que hay medio pueblo a doscientos metros en las eras.
— ¿Y entonces, quién puede ser? —preguntó Manolo, que no alcanzaba
a resolver aquel enigma.
El pequeño grupo guardó silencio. Verdaderamente, era difícil imaginar
quién podría deambular por aquellas soledades de madrugada.
—Vámonos de aquí —dijo Arturo—. No me gusta este sitio. Además, mañana hay que madrugar, que luego se hace el día muy largo.
—Si queréis le damos una pensada, nos juntamos para almorzar y lo hablamos —propuso Isidro.
Los cinco comenzaron a descender del cerro en silencio, cada uno
de ellos sumido en sus pensamientos. Canelo los miraba a todos con cierta
curiosidad. ¿Por qué se les habría ocurrido salir de paseo en mitad de la noche
a estos muchachos?
Al llegar a la parva de Isidro, el chico se despidió de ellos y se
metió bajo su manta. Poco después los otros llegaron a la suya. Se desearon buenas
noches y, tras descalzarse, se acostaron.
Los recientes acontecimientos les impedían conciliar el sueño.
— ¿No tenéis frío? —susurró Arturo, que era el más delgado de los
tres.
—Ten, yo estoy asado —dijo Antonio, cediéndole su parte de manta—.
Hasta mañana.
Súbitamente, Manolo se echó a reír.
— ¿Y a ti qué te pasa ahora? —preguntó Antonio, sorprendido por el
repentino arranque de su amigo—. ¿Te has contado un chiste?
—No, que me he acordado del Pajarete. ¡Qué bárbaro! ¡Tres cuartos
de hora dándole a la zambomba sin importarle un carajo que los vecinos se
enteren! —contestó divertido.
Los tres estallaron en carcajadas por la ocurrencia de Manolo.
— ¡Así está de consumido el filio! —observó Arturo, divertido.
Las risas subieron de tono y, por un momento, temieron despertar a
todo el erial. Cuando lograron calmarse, Antonio les informó de que eran casi
las cuatro de la madrugada.
—En un rato amanece. O nos dormimos, o mañana la trilla se nos va a
hacer un poco larga.
—Gracias, chicos —dijo Arturo—. Hoy he pasado el mejor día desde
hace mucho tiempo. Mañana a la hora del almuerzo voy a subir a mi casa a ver a
mi madre; se va a poner muy contenta cuando sepa que he hecho dos amigos.
— ¡Pero si nos conocemos de toda la vida! —dijo Antonio, tratando
de quitarse el molesto nudo que sentía en la garganta—. Venga, a dormir, coño.
Hasta mañana.
—Buenas noches —contestó Arturo.
— ¿Y tú no dices nada? — replicó Antonio, dándole un cariñoso
pescozón a Manolo.
—Arráncate a espigar si ves que te aburres —dijo el chico, y al
momento se durmió.
Unos minutos más tarde, toda la era descansaba. Y entre todos aquellos
luchadores carrizoseños, cuatro muchachos soñaron con candiles, velas y santos
que sacaban en procesión nocturna. Todos menos uno, que soñó con una muchacha
de pelo moreno, sonrisa pícara y senos abundantes.
Muy bn,jajajja, ya estaba yo hechando de menos la palabra (licenciao) ta utilizada en nuestro querido pueblo.
ResponderEliminar¡Sí, esa y bacín! ¡Gracias por leer el capítulo!
EliminarNosotros somos los k hemos de estar agradecidos a ti por traernos estos recuerdos vividos, un saludo.
EliminarAhora, si lostrillaores de entonces vemos una luz en la ermita san Anto, a las dos de la mañana, yo tedigo k el k mas cerca s para es en casa blancas.
ResponderEliminarEste relato , junto con un documental que está circulando ahora por el pueblo sobre la vida en Carrizosa en el año 1978, seguro que hace feliz y llena a mucha gente de buenos recuerdos. ¡Qué trabajo tan entrañable ,Óscar!. Ana B.
ResponderEliminarHola Oscar, he vuelto a leer los capítulos cuatro y cinco y la vedad me as hecho retroceder muchos años atrás y en muchos momentos me he sentido identificado con estos filios como diríamos x el pueblo, en las pajas mentales he istorietas k nos hacíamos cuando nos juntábamos tres o cuatro,gracias x recordarnos nuestra infancia.
ResponderEliminarK bien el titulo !!CUANDO ERAMOS INOCENTES!!
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